domingo, 10 de junio de 2012

El año del tigre.


Son las 7.15. Es el cinearte Normandie. Es la noche más helada del año y ni las tres medias que traigo lo hacen más soportable. Hay un par de perros y el señor que vende las entradas juega con los perros. El me dice: la más rubia está en celo y el negro la molesta, pero yo lo reto y se le quita. Me da risa.

La historia habla de un hombre que escapa de la cárcel en pleno terremoto. Si, el terremoto que arrasó con un circo y dejó a un tigre suelto. El hombre vuelve a su casa y ya no queda nada. O queda su madre, pero está muerta, algo muy similar a la nada. El hombre entierra a su madre y comienza un silencioso camino entre bosques y escombros. No sabemos que hizo, ni porque estuvo en la cárcel ni tampoco si es bueno o es malo, pero se convierte en un hombre que camina, que encuentra choclos y un fanático religioso, y que siempre está recordando a alguien, pero que no quiere asumir que se lo llevó el mar.

La amistad espiritual se define como la obsesiva y adictiva necesidad de contacto con un ser, pero sublimando lo físico. Podríamos recordar aquellos relatos hindúes. O quizás no recordarlos y jugar a revivirlos un poco.
Y yo pienso en nuestra amistad espiritual (la que nadie entiende) y tu llegas. 
El tiempo pasa y nadie se está volviendo viejo.
Desde el cielo mi tío Sergio me dice: La vida es un remolino.
¡Claro que lo es tío querido!
El está en la boletería del cine. Y yo que una vez pensé que no existía.

Cuatro estrellas para la película. Y el cielo entero por tus versos.
Gracias.

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