
Cuando comienzas a trabajar, y tu tiempo se reduce a cero, el anhelo de realizar las cosas simples que traía consigo el tiempo libre, se transforma en casi una obsesión que no te abandona ni de día ni de noche.
Esperaba con minuteros la llegada del fin de semana largo, y carretear no era el fin. Yo, cual ¿vieja? ¿aburrida? ¿rara?, soñaba con tener el tiempo de recostarme en el sillón del living y mirar por horas el parrón que está en el patio, luego levantarme, ir a la cocina, preparar algún postre, volver, seguir en lo mismo y llenarme de la inspiración que en ninguna parte de mi oficina encuentro. Soñaba con el momento en que pudiera estar recostada, escuchando a Simon & Garfunkel y que mi cabeza se llenara de ideas para futuros guiones y no hubiera un celular con hora fijada esperándome para tener algo que hacer.
Más que nada esperaba con ansias eso: El no tener nada que hacer, o más bien, el tener tiempo para hacerlo todo.
Mis padres se fueron de viaje a la cordillera, y aunque me invitaron, me negué a ir. No fue por la fiesta de Halloween que suelo ir todos los años (Freakshow en Centroarte Alameda) ni por la posibilidad de tener una casa libre para disfrutar junto a mi novio (ya que el iba estar ocupado el fin de semana), sino que para regalarme la posibilidad de hacer todo lo que los tiempos de cesantía me entregaban a diario, pero que jamás supe valorar.
Levantarme a la hora que quisiera, darme duchas largas y hacerme peinados con shampoo, arreglarme las uñas, jugar con mis perros y hablarles como si fueran humanos, leer por horas, hacer el aseo escuchando a Cat Stevens (sintiendo a lo lejos el aroma de la cocina, que por estos días han sido solo recetas con pollo), bailar sola en mi pieza y tocar la guitarra imaginariamente, salir a pasear por Santiago y enloquecer de calor porque el maravilloso sol entra hasta por mis orejas, hacer reuniones bonitas y reír sin parar, asistir a onces exquisitas y a lugares que jamás pensé volver a ver, andar en pijamas todo el día y lanzarme a la cama varias veces al día, darles comida a mis perros y gatos y tener el tiempo de mirarlos comer, colgar ropa y quitarme el calor con el exquisito frío que trae la ropa, ver millones de películas sin tener que pensar en que mientras más veo, más sueño tendré en el trabajo, comer chocolates a las 3 am y recién estar planeando que película romántica puedo ver hasta el amanecer, ir al persa y disfrutar horas y horas de ver cachureos divertidos y comprar millones de cosas de chicas, llegar en la noche a casa sin el apuro de tener que bañarme e irme acostar; solo llegar y estar feliz por haber llegado sin novedad, regar el jardín, ver las etapas del sol a lo largo del día (es maravilloso y no saben como lo hechaba de menos), poder hablar tonteras todo el día y no tener el miedo de que por cada cosa que digo me puedan despedir, almorzar con mi pololo y hacer sobremesas de 3 horas y ya estar pensando que tomar de once, cocinar cosas exquisitas sin temor a que me de sueño después de comer, planear fiestas nocturnas con la absoluta seguridad que al otro día podré dormir millones de horas si quiero, y en fin, ser libre.
Aunque mis papás se molestaron un poco, decidí quedarme en Santiago, ya que el concepto de libertad lo conozco y lo disfruto aquí. El anhelo de mis tiempos de cesantía es imaginando lo que vivía acá y no acostada en cualquier balneario maravilloso al lado de la cordillera. Y aunque pocos puedan entenderlo, hoy me siento feliz de haber sido capaz de descubrir la belleza que siempre tuve en mis manos y que ahora, ya con trabajo en oficina y sueldo liquido por gastar, me arrepiento de no haber sabido aprovechar. El tener conciencia de eso me hace disfrutar de una manera increíble estos benditos fines de semana largos y darme cuenta que la vida es hermosa, solo cuando aprendes a mirar la dosis de belleza que hay en cada rincón de la cotidianidad.
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